Ante los numerosísimos fracasos en los matrimonios hay que examinar y preguntarse qué es lo que está fallando.
Si hemos de ser francos, hemos de reconocer con toda honestidad que son muy pocas las parejas que van al matrimonio con un sentido claro de un amor auténtico y profundo.
En la juventud se va adquiriendo a través de los medios de comunicación, del cine, la Tv. y el sentir vulgar de la calle, un concepto insubstancial del amor, que es lo que predomina en el conjunto de la sociedad. Es el amor utilitario, sensual y a lo sumo sentimentalista.
Esa clase de amor está condenada al fracaso. No da para más.
Esa clase de amor sigue la misma línea y el mismo signo que el sentido todo de la vida de nuestro tiempo.
Suele decirse con una cierta intención educativa que en la vida de pareja debe vivirse como si los dos fueran uno y que uno u otro han de renunciar a sus gustos y preferencias por el otro para que haya paz y armonía en la pareja. Pero creo que este estilo de unión y convivencia idílica es engañoso y se convierte en una espada de doble filo.
Es cierto que debe haber unión entre los dos. Pero los dos deben conservar su propia individualidad con sus cualidades y defectos. Es cierto que si se aman con un amor desde el centro de sí mismos, que suele ser muy escaso y excepcional, no se sentirán dos sino uno, porque en el fondo de nosotros mismos lo único que cuenta es la unidad e identidad de nuestra realidad interna. Pero no es éste el caso que nos ocupa. Hablamos de personas que se conducen con un amor de personalidad y no de la profundidad del ser.
Así, pues, no se trata de que hagan el esfuerzo por sentirse Uno sino que sintiendo que son dos admitan a su pareja con todas sus peculiaridades sin idealizarse uno a otro con cualidades exageradas y sueños vanos.
Por otra parte se dice que deben renunciar a sus propios gustos por el bien de la armonía de la pareja. Cuando esta autoimposición de renuncia es compulsiva, forzada, tarde temprano llegará el cansancio y se tirará todo por la borda en cualquier momento. La renuncia de algo debería ser consecuencia normal y lógica de una aceptación y comprensión del otro tal como es. Porque cada uno comprende que deben aceptarse tal como son. Dicho de otra forma, sería lo mismo que decir que no debe hacer ningún sufrimiento porque hay una aceptación clara y sincera del otro tal como es. Pero esta comprensión y aceptación debe ser muy clara y serena ya antes de constituirse formalmente en matrimonio o pareja. No es fácil imponerse la renuncia o la aceptación después de haberse creado vanos sueños e idealismos angélicos creyendo que su pareja poco menos que le ha caído del cielo envuelta en celofán.
Para una mejor comprensión mutua, conviene de vez en cuando un temporal alejamiento. Si es posible, este alejamiento es conveniente que sea inclusa físico. No para conocer otras parejas, como a veces pueden pensar quienes intentan aparecer como progresistas, sino para revisar su relación con mejor perspectiva y conseguir posteriormente que el reencuentro sea mucho más íntimo, más cordial y feliz.
Para tener una visión completa de un jardín es conveniente salir de él. No podemos formarnos una idea total e integradoramente comprensiva si únicamente lo miramos y observamos desde un rincón por bello que él sea.
Del mismo modo conviene que las parejas observen y valoren los cambios que la evolución natural como personas va realizando en cada uno de ellos.
Uno de los peligros en toda relación humana es el formarse una opinión fija y estática de la persona con la que nos estamos relacionando sin tener en cuenta que la vida es una continua transformación y cada miembro de la pareja sigue también el ritmo del cambio y transformación.
Conviene salir al paso de uno de los tópicos que suelen mantenerse con respecto a la pareja. Suele decirse que para la convivencia sea armoniosa ambos deben coincidir en gustos, ideas y sentimientos.
La convivencia resulta más profundamente amistosa y el amor más comprensivo, precisamente cuando se sabe aceptar que el otro tenga su propio y peculiar modo de pensar, sentir y ser, que no tiene que coincidir con el de su pareja, necesariamente.
Si el otro me dice a todo amén y coincide en todo con mis maneras de pensar y sentir, ¿cómo podré desarrollar mi capacidad de comprensión del otro en cuanto otro? En esos casos el otro se convierte en una resonancia de mis propios gustos, pensamientos y deseos. Pero deja de ser él. Y eso nunca puede ser positivo.
Existen personas que únicamente saben vivir mandando a siendo mandadas. Y ni una ni otra posición es compatible con una fluida, armoniosa y humana convivencia.
En el desarrollo de la persona, una cualidad elemental para convivir humanamente reside precisamente en tener el suficiente equilibrio para no ser una oveja dócil inconsciente un un dictadorcillo déspota y mandón.
En la convivencia amorosa de pareja cada uno debe seguir siendo él mismo con todas sus particularidades y respetar las individualidades del otro. Aceptará cada cual los gustos, ideas sentimientos y preferencias de su pareja con la misma validez con que mantiene los suyos propios.
Todo esto que decimos teóricamente es muy evidente, pero en la práctica resulta un tanto excepcional el creer que los que no piensan como uno mismo tienen tanta verdad y razón como nosotros.
No es el hecho de estar siempre juntos y pensar y sentir lo mismo, lo que hace que la pareja perdure, sino la comprensión y aceptación que se tiene del otro con todas sus particularidades y maneras de ser y pensar distintas de las de uno mismo, pero aceptadas de buen grado con la convicción de que son tan buenas y dignas como las nuestras.
El matrimonio en que uno es el dictador y otro el vasallo sumiso y obediente no es precisamente ejemplo de una buena pareja por más que haya algunas parejas que prefieren vivir así por comodidad. Es posible que en esa pareja haya paz. Pero es una paz poco humana.
En la convivencia y amor de pareja son los dos los que deben desarrollarse y crecer. Y en el caso del vasallaje sumiso ninguno crece ni se desarrolla debidamente.
Vemos, pues, que en principio la causa-raíz de la mayor parte de los fracasos matrimoniales reside en la falta de madurez en la personalidad de quienes forman la pareja.
En cada uno de nosotros existen apetencias físicas, tendencias ideológicas, sentimentales, artísticas...
Cuando la persona no tiene una clara comprensión e integración de todas estas facetas de la personalidad surgen conflictos tanto a nivel personal como en relación con la pareja.
No puede haber una estable madurez de la persona si no hay un reconocimiento claro y aceptación efectiva de cada uno de los varios niveles de la personalidad: físico, mental, afectivo, estético, moral...
Los conflictos surgen cuando, al no haber integrado todas las tendencias de todos los niveles, se da la colisión roce o enfrentamientos entre las tendencias y apetencias de los distintos niveles.
En la personalidad madura hay un reconocimiento e integración de todos los niveles de la persona y los conflictos de desconcierto, duda y desequilibrio, son mucho más escasos y menores.
Si por el contrario se unen dos personalidades inmaduras en una pareja, los conflictos se multiplican por dos.
Ya dijimos que la personalidad inmadura es la que se quedó estancada en la fase infantil del amor. Pues bien, cuando uno de los dos aprende a superar el amor egocentrado en que ha venido viviendo y empieza a tener como destinatario al otro y no a sí mismo es seguro que las cosas cambiarán a mejor, por momentos. El amor posesivo irá cambiando paulatinamente en abierto y generoso.
Ya hemos dicho también en algún momento que en los primeros años de infancia existe en el niño una necesidad perentoria de mimo y cariño.
Durante toda nuestra vida sigue perviviendo en nosotros ese niño que quedó grabado en nuestra mente subconsciente con todas sus características y por supuesto quedó también ese deseo de ser amados y mimados.
Esta apetencia normal en la edad infantil puede convertirse en anormal y patológica en las personas mayortes inmaduras. Y únicamente puede evitarse en la medida en que se va superando el amor egocentrado de la infancia.
La reciprocidad del amor en la pareja es normal y necesaria siempre pero no ya como una exigencia enfermiza sino como expresión del amor consciente, generoso y espontáneo.
Muchos matrimonios de nuestro tiempo fracasan porque se casaron sin haber madurado y siguen sin madurar psicológicamente.
Los celos suelen ser una bueno señal de ello. Es el amor desconfiado, posesivo, exigente y egocentrado que tienen como en su infancia.
La tiranía de los niños con su madre la conservan algunas personas mayores y la ejercen en el matrimonio con su pareja y con sus hijos.
Esta, como todas las tiranías, en el fondo, son efecto de inmadurez psicológica.
Tratando de encontrar la razón de tantas separaciones o el estado de indiferencia a que llegan muchos matrimonios parece que la causa principal hay que buscarla en la desilusión que reciben uno del otro. A veces la desilusión es recíproca. Toda desilusión proviene de una ilusión anterior. Y toda ilusión implica la esperanza de conseguir algo que se considera muy grato y que al fin o no se consigue o no resulta tan grato como se pensaba.
En el fondo, el matrimonio basado en una ilusión es un matrimonio no tanto de amor sino de conveniencia egoísta. Este egoísmo es muy variado y de muy diverso nivel según sea el objetivo de conveniencia que se hubiera propuesto. Quien así se une a su pareja no lo hace por dar algo, por entregarse y ayudar a su pareja a ser feliz sino porque espera conseguir algo que no tenía antes de casarse.
Las personas que se unen con este sentido utilitario e interesado están llamadas al fracaso.
A veces las cosas no van bien en un matrimonio. Pero ellos ven que no pueden separarse por las consecuencias desastrosas que la separación acarrearía. Y ahora, como cuando se casaron, se imponen el criterio de conveniencia.
Se casaron por un sentido egoísta y por el mismo motivo deciden ahora "sobrellevarse" con paciencia y sacrificio.
Cuando se casaron, uno de ellos o quizás ambos, tenían la esperanza y la ilusión de encontrar algo gratificante, útil, agradable que luego no resultó como esperaban. Pero en vista de las molestias y desventajas mayores que se originarían con la separación, optan por mantener el compromiso oficial aunque entre ambos sólo existe psicológica y humanamente nada más que alejamiento e indiferencia.
Esa actitud utilitaria con que llegan al matrimonio muchas parejas, puede llamarse amor aunque sea egocentrado e interesado. Pero un amor de esta clase deja de existir cuando esa conveniencia ya no existe. Es el destino de todo amor inferior.
UN mundo que se desenvuelve con esta clase de amores egocentrados en que hasta lo más sagrado se usa para la propia conveniencia e interés no puede disfrutar de mucha paz y armonía.
Dicen que las células de ls sociedad son las familias. Luego, si en las familias es escaso el amor verdadero y generoso no podemos tener muchas esperanzas de llegar a tener un mundo amoroso y feliz.
Una familia con amor es mucho más que una familia sin discusiones y peleas.
Recuerdo aquella historia del célebre Mullah Nasrrudin. Alguien preguntó a Mullah: ¿Cómo van las cosas entre tú y tu mujer? Y él le respondió: Entre nosotros no hay jamás discusiones. Desde el primer día quedamos en que las cosas importantes, en los problemas graves, trascendentales, seré y quien decida. En los restantes problemas es mi mujer. Pero el amigo le preguntó: Pero ¿a qué cosas llamas sin importancia o pequeños problemas? Es muy claro, respondió Mullah: dónde debemos vivir, a qué colegio deben ir los hijos, qué se va a comer, qué hay que comprar para la casa y los hijos, a dónde debemos ir de vacaciones, cuándo debemos vender o comprar una casa... etc... todo eso es poco importante. Y ¿cuáles son los problemas importantes? le preguntó el amigo. El gran problema es si Dios existe o no. Eso lo decido yo, dijo Nasrrudin.
Una familia con amor es aquélla en que las opiniones son distintas entre sus miembros, pero hay una consciente y voluntaria aceptación de la que en cada caso parezca la más razonable.
El amor es mucho más que armonía y ausencia de disensión. Es la unión del centro de cada uno con el de los otros. Y el amor conyugal es esa unión del espíritu que se complementa con la unión física de los cuerpos en una expresión manifiesta del amor que brota desde dentro y del cual nacen los hijos.
No son los hijos, como se dice frecuentemente, la razón por la que deban mantenerse los esposos unidos, sino el amor, el verdadero amor entre ellos.
Cuando nacen los hijos, nace también con ellos la responsabilidad que tienen los padres hacia sus hijos hasta que éstos sean capaces de manejarse y defenderse por sí mismos. Pero nunca los hijos son o deben ser la causa o razón del amor entre los esposos. La razón del amor es el amor mismo.
Darío Lostado
(Somos Amor)
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